martes, 19 de febrero de 2008

Obsesión 4. Literatura. Borges y Berger

Pensando en mis recurrentes obsesiones literarias me asaltan de inmediato dos nombres: Jorge Luis Borges y John Berger. El maestro de la forma y el mestro del compromiso. ¿Que tienen en común? Ambos reniegan de nuestro mundo. El primero lo prefiere más antiguo, más sabio, el segundo más justo. Borges trata los temas universales: el tiempo, la inmortalidad, los libros: es el filósofo. A Berger le preocupan la vida cotidiana, la opresión, el futuro inmediato: es el contador de cuentos. Borges es la exactitud; Berger la llamarada genial; Borges ciego y lucido crítico literario, Berger pintor y lúcido crítico de arte; uno el pesimismo de la serenidad, el otro la alegría de la esperanza.

Los dos necesarios y, para mí, complementarios. Pese a los sesudos temas que trata, la perfección de Borges (la precisión de su léxico y la elegancia de su sintaxis) me produce una admiración contemplativa. Por contra la capacidad de observación de Berger, su interés por las cosas pequeñas, me empuja a investigar, a trabajar. Debe ser por llevar la contraria. A los dos mi agradecimiento eterno.

Dice Borges (final de la Biblioteca de Babel): Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema:La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

Dice Berger (en Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos): Cuando levanté la vista hace un momento, a la luz ya débil del atardecer, el ramo de lilas parecía una colina cuyos árboles en flor se fundieran en el crepúsculo. Estaba desapareciendo.
La casa tiene unos muros muy gruesos porque los inviernos son fríos. En el marco de la ventana, casi junto a los cristales, hay colgado un espejo de afeitar. Ahora, cuan do levanto la vista, veo reflejado en el cristal un ramito de lilas: todos y cada uno de los pétalos de las minúsculas florecitas aparecen nítidos, definidos, cercanos, tan cercanos que se dirían los poros de una piel. Al principio no entiendo por qué lo que veo en el espejo tiene mucha más intensidad que el resto del ramo que, de hecho, está mucho más cerca de mí. Luego me doy cuenta de que lo que estoy viendo en el espejo es el otro lado de las lilas, el lado totalmente iluminado por los últimos rayos de sol.
En la misma posición que ese espejo coloco cada tarde mi amor por ti.

No hay comentarios: