lunes, 25 de febrero de 2008

Teatro sin obsesionarse


He visto In nomine Dei de Saramago en el montaje del Centro Andaluz de Teatro. No me gustó ni la forma (grandilocuente), ni la letra (artificiosa), ni el tiempo (interminable). Quizás buscaba ser clásica pero no pasó de institucional. Un texto combativo debería ser breve y directo, ahí están el manifiesto comunista o el dadaista, ahí el himno de Riego o las tesis de Filosofía de la Historia de Benjamin, y ahí los libretos de Bertolt Brecht.


Quizás sea injusto con el enorme trabajo que hay detrás de la obra, desde la pluma del premionóbel a las veintitantas voces de los actores, pasando por el montaje casi operístico, pero recuerdo la emoción al leer el discurso de aceptación del Nobel de Saramago y el tedio de las tres horas del In nomine Dei, más el descanso, más la meticulosa despedida.

Si se trataba de concienciar a través de la descripción de la barbarie, mejor la introducción de Vigilar y castigar de Foucault, y si se trataba de unirlo a la realidad que supuestamente vivimos mejor este texto de Félix de Azúa que pone a nuestro sistema en su sitio:


¡Por el amor de Dios!

Vivir intensamente una religión da mucha seguridad, gran aplomo, total certeza y la sensación de que mamá nos está mirando. En España son ya muchos siglos los que llevamos entregados a la religión y al fanatismo como para que la tenaza teocrática se afloje en dos generaciones. Va para largo. Como ahora está feo vivir teocráticamente bajo un monopolio tradicional (judío, islámico o cristiano), los españoles vivimos teocráticamente bajo el monopolio de la así llamada “política democrática”, la cual, entre nosotros, es sólo el nuevo nombre del monoteísmo de siempre. Aquí no hay políticos sino clérigos. No hay prensa sino hojas parroquiales. No valen los razonamientos ni las argumentaciones; o estás con una autoridad eclesiástica o contra ella. Y si estás contra una, seguro que será porque obedeces a otra. Nadie es libre, nadie es soberano, por eso no te escuchan, sólo quieren saber si estás circuncidado. Les importa una higa lo que pienses (¡a quién se le ocurre pensar!), sólo quieren averiguar si comes cerdo o cordero. A lo mejor dices que no te parece sensato negociar con los terroristas y ves cómo se demuda el rostro de tu interlocutor y le oyes balbucear: “Pero, pero... ¡eso es lo que predica el PP!”. Quiere decir: “¡Eso es lo que opina el archimandrita de la iglesia ortodoxa rusa, enemigo mortal de nosotros los coptos!”. También puede ser que te parezca sensato incrementar la dotación para infraestructuras catalanas y de inmediato ves cómo palidece el otro y masculla: “Oye, oye... ¡eso es lo que dice el Tripartito!”. Quiere decir: “¡Esa es la doctrina arriana, enemiga mortal de nosotros los monofisitas!”. Vivir la vida religiosamente, como la viven tantos ciudadanos españoles con sus agravios, o los musulmanes de Pakistán con sus gritos histéricos, o los ultras de Israel con sus trencitas, o los chiitas iraníes con sus latigazos, tiene enormes ventajas. Y sólo un inconveniente: convierte la vida entera en una mentira y a tu prójimo en un insignificante amasijo de sombras. Matar sombras no es pecado. A mamá le gusta.

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